16 de junio de 2024 -- 11º domingo "B

Ez 17, 22-24 ; 2 Cor 5, 6-10 ; Mc 4, 26-34

HOMILÍA

Las dos parábolas que acabamos de escuchar, la del labrador paciente y la del grano de mostaza, forman parte de un grupo de cuatro parábolas, siendo las otras dos la del sembrador (Mc 4,3 8) y la de la levadura (Mt 13,33). Esas cuatro parábolas se refieren a la misma realidad: el fracaso encontrado por Jesús en su predicación, o al menos la lentitud con que se manifestaban los resultados de su predicación.

En la historia del labrador paciente, el Reino de Dios se compara con el lento crecimiento de la semilla hasta la cosecha, y simultáneamente con la prolongada inactividad del labrador antes del febril trabajo de la cosecha. Dios es el labrador que estará activo en el momento de la cosecha, pero parece no actuar durante todo el ministerio de Jesús. Deja a Jesús aislado, sin éxito, rechazado cada vez más por los suyos. Los judíos desafiaron a Jesús a que, si afirmaba ser el Mesías, proporcionara los signos que anunciarían el reino. Su respuesta fue que no hay signos espectaculares. Dios permite que la semilla crezca lentamente, pero no se pierde nada por esperar: hay una continuidad absoluta entre los dolores de crecimiento del reino de Dios y su manifestación en plenitud.

Luego, la parábola del grano de mostaza fomenta la confianza en Dios al subrayar el contraste entre los humildes comienzos del Reino y las dimensiones de su futuro escatológico. Sin duda, con esta parábola, Jesús quiso dar una respuesta a las personas que contrastaban la endeblez de sus medios con la gloria del Reino esperado.

A través de estas parábolas, Jesús nos llama una vez más a la paciencia: paciencia con nosotros mismos, con nuestros hermanos, con el crecimiento de su reino y con nuestro propio crecimiento. Y nos recuerda que los accidentes y los fracasos, las heridas y la curación, son partes normales de ese proceso, y le dan su belleza. Forman parte de nuestra belleza creada, de nuestra belleza como criatura. Ahora bien, esto, para nosotros, es muy difícil de aceptar. Aceptar que no somos perfectos, que nada de lo que nos rodea es perfecto: que toda nuestra vida tiene que ser un largo peregrinaje desde nuestro quebranto hasta una situación de crecimiento perfecto que está reservada para el tiempo de la cosecha.

La armonía perfecta no es una dimensión de la creación y, por tanto, no es una dimensión de la existencia humana, ni siquiera de la existencia humana redimida. La grandiosa descripción del libro del Génesis no nos muestra un mundo salido de las manos de Dios perfectamente centrado, en perfecta armonía: Por el contrario, parece que a la palabra de Dios, cada uno de los elementos: el agua, la tierra, el sol y la luna, los animales y los seres humanos se estrellaron en la existencia. Y entonces comenzó el largo proceso hacia la armonía total, la perfección alcanzada, un proceso que conduce a la dicha escatológica pero que pasa por chirridos y accidentes, fracasos y silenciosa espera. En esto precisamente radica la belleza de nuestro mundo creado.

En el Evangelio de hoy, Jesús funda nuestra esperanza en la seguridad del día de la cosecha, pero también nos invita a soportar con paciencia el período de espera. En esta Eucaristía, pidámosle y agradezcámosle estas dos cosas: la esperanza y la paciencia.