20 de junio de 2024, jueves de la undécima semana par

Si 48, 1-14; Mt 6, 7-15

Homilía

           Como vimos ayer, este texto del "Padre nuestro" formaba parte del pasaje sobre la oración que encontramos en el capítulo 6 de Mateo. Como sabemos, el evangelista Mateo reunió en lo que llamamos el Sermón de la Montaña una serie de enseñanzas de Jesús dadas en distintos lugares y momentos, muchas de las cuales se encuentran en los otros evangelios sinópticos.

           San Lucas nos da (Lucas 11, 1-4) sin duda el contexto original en el que Jesús dio esta enseñanza sobre el "Padre Nuestro". Un día, Jesús estaba orando. Cuando terminó de orar, uno de sus discípulos le dijo: "Señor, enséñanos a orar, como Juan enseñó a sus discípulos".

           Juan el Bautista, como los demás maestros espirituales de su tiempo, incluidos los fariseos y saduceos y los doctores de la Ley, enseñaba a sus discípulos métodos, gestos y fórmulas para orar. Por eso, los discípulos de Jesús, muchos de los cuales habían sido discípulos de Juan, estaban sin duda intrigados por el hecho de que a menudo veían a Jesús retirarse, sobre todo de noche, para orar en secreto, pero que no les enseñaba ni método ni fórmula. La respuesta de Jesús, resumida en lo que llamamos el "Padre nuestro", no es una "fórmula de oración" que les invita a repetir, sino una enseñanza muy rica sobre la oración.

           En primer lugar, debemos prestar mucha atención a la forma en que Jesús introduce su respuesta: "Cuando oréis, decid...". No dice: "La oración es esto o aquello". No dice: "La oración consiste en recitar tal o cual fórmula". Más bien dice: "Cuando reces, di...". Es decir, cuando estés en estado de oración, o cuando haya una oración en tu corazón y quieras expresarla con palabras, puedes, por ejemplo, utilizar las siguientes palabras: "Padre nuestro, santificado sea tu nombre, etc.".

           Si Jesús no responde directamente a la pregunta, la razón es probablemente que lo más importante para Él no es que aprendamos a rezar, sino que aprendamos a transformar toda nuestra vida en oración. "No es el que dice: 'Señor, Señor' el que entrará en el Reino de Dios, sino el que hace la voluntad de mi Padre...".

           No debemos pensar en la oración como una situación en la que, por un lado, hay alguien que suplica y, por otro, alguien a quien se le pide que haga esto o aquello. Si tomamos el mensaje bíblico en su totalidad, Dios no se nos presenta como alguien sentado en su trono allá en el cielo, escuchando las oraciones que le llegan de sus súbditos aquí en la tierra. Al contrario, se manifiesta como un Padre. No como un padre con sus hijos, sino como un Padre con sus hijos adultos, que se han convertido en sus amigos y a los que él mismo abre su corazón.

           En la breve oración que Jesús ofrece a sus discípulos, encontramos estos dos polos: El primero es "santificado sea tu nombre, venga a nosotros tu reino...". Y el segundo es "danos hoy nuestro pan de cada día, perdona nuestros pecados, no nos dejes caer en la tentación...".

           Hay momentos en nuestra vida en los que la oración brota de lo más profundo de nuestro corazón como la lava de un volcán, bien porque hemos tenido una experiencia vívida del amor de Dios, bien porque hemos tomado conciencia aguda de nuestra condición pecadora y miserable. Pero es probable que, en la mayoría de los casos, nuestra oración sea la del publicano: "Ten piedad de mí, pecador". Esta oración siempre es escuchada, porque es la oración del pobre. Cuando nos reconocemos como uno de estos pobres, podemos decir con los discípulos: "Señor, enséñame a orar...". La respuesta será nueva cada vez, y siempre exigente.

Armand Veilleux