Martes de la 17ª semana “B” --30 de julio de 2024

Jeremías 14,17-22; Mateo 13,35-43

Homilía

En la literatura monástica primitiva, sobre todo en la pachômienne, encontramos una concepción de la vida ascética que sin duda encuentra su inspiración en el Evangelio que acabamos de leer. Según esta visión, Dios sembró en nosotros todos los frutos del Espíritu en el momento de nuestro nacimiento. Nos creó a su imagen y semejanza y, según la bella figura del Libro del Génesis, puso en nosotros su propio Aliento de Vida. Pero el Enemigo o el Diablo está siempre al acecho para arrebatarnos estos frutos del Espíritu y sembrar en su lugar los frutos del mal. Los frutos del Espíritu son virtudes y los frutos del mal son vicios.

El mundo en el que vivimos es el escenario de la gran batalla escatológica entre los Poderes de la Luz y los Poderes de las Tinieblas, entre las fuerzas de la Vida y las de la Muerte, entre el Bien y el Mal. Los creyentes conocemos el resultado de esta batalla, que Cristo ya ha ganado, pero no sabemos cuánto tardará en llegar la victoria final. Por eso, cuando los primeros monjes se adentraron en los desiertos de Egipto, no fue para disfrutar de una tranquila soledad, sino para luchar con Cristo contra las fuerzas del mal, con el fin de acelerar la plena realización de la Victoria de Cristo sobre el Mal.

Esta lucha es la nuestra, la de cada uno de nosotros. Nuestros corazones son también el campo de batalla entre las fuerzas del mal y las del bien. No debemos sorprendernos si la paja aparece por doquier en nuestro corazón, es decir, si aparecen tentaciones de todo tipo, ya sean de orgullo, ambición, ira o sensualidad. Mientras no permitamos que el Enemigo arranque de nuestro corazón el buen grano, es decir, los frutos del Espíritu, es decir, mientras no cedamos a estas tentaciones, éstas serán impotentes contra nosotros.

Pidamos al Señor Sabiduría para poder discernir el buen grano y vigilar atentamente su crecimiento. Y dejemos que el Señor actúe cuando quiera trabajar el campo de nuestra vida a través de las pruebas para que la tierra sea más fértil. En cuanto a la cizaña, ni siquiera le prestemos atención, porque necesita nuestra atención para echar raíces.

El campo del que habla Jesús en la parábola es el canto de nuestro corazón, pero también es el canto de nuestra comunidad, de la Iglesia, de la sociedad que nos rodea. No nos dejemos obsesionar por la cizaña o por lo que consideramos cizaña. Mantengamos la mirada fija en Cristo y en los frutos del Espíritu que ha sembrado en nosotros, especialmente el de la caridad, en el que se encuentran todos los demás.

Armand Veilleux