31 de julio de 2024 -- Miércoles de la 17ª semana «B

Jeremías 15:10 16-21; Mt 13:44-46

Homilía

Jeremías sólo existe para una cosa: la Palabra de Dios. Fue esta Palabra, cuando la escuchó por primera vez, la que le dio su misión de profeta. Desarrolló un gusto por ella hasta el punto de devorarla: «En cuanto encontré tus palabras, las devoré», dijo. En esta Palabra encontró no sólo su alimento, sino su alegría: « Tu palabra me alegró, me hizo profundamente feliz». El Padre ha pronunciado su nombre sobre él y lo ha consagrado a sí mismo: « Tu nombre ha sido proclamado sobre mí, Yahveh, Dios de los poderes». Como resultado, ya no puede buscar su alegría en los placeres ordinarios de la vida: « No buscaré mi alegría juntándome con los que se divierten».

De un modo menos dramático, sin duda, esto es algo así como la historia de la vocación de cada uno de nosotros. Un día escuchamos la llamada de Dios, la Palabra que nos llamó a todos y cada uno de nosotros por nuestro nombre. Nos consagró o nos apartó (que es el significado de la consagración monástica). A partir de ahora, aunque quisiéramos, ya no podemos encontrar nuestra felicidad en las cosas ordinarias de la vida. Podemos encontrar esta felicidad escuchando su palabra, haciendo de ella nuestro alimento diario.

Jeremías había recibido la misión no sólo de recibir la Palabra, sino de transmitirla a su pueblo. Esta Palabra le hizo entrar en conflicto con el pueblo, que le perseguía. Tuvo la tentación de huir de la Palabra y de su misión. A veces tenía la impresión de haber sido «utilizado» por Dios, si no engañado... Quiso huir de su misión. Dios le llama de nuevo y le promete ser su defensor contra todos los ataques, ser su roca y su fuerza.

En el Evangelio escuchamos la parábola de la perla que se perdió y se volvió a encontrar. Esta perla es tan hermosa que el mercader que la descubre va y vende todo lo que tiene para conseguirla. Sólo seremos verdaderamente felices en nuestra vocación (monástica) si vemos la Palabra de Dios dirigida a nosotros como una perla tan preciosa. Entonces, como el mercader del Evangelio, o como San Antonio de Egipto y tantos otros, venderemos todo lo demás, nos desharemos de todo, incluso de nosotros mismos, para poseer plenamente esta perla. Entonces, como Jeremías, nos resultará fácil soportar todas las pruebas que se nos presenten, y encontraremos en la Palabra de Dios la alegría inefable que nos permitirá correr con el corazón lleno, como dice san Benito, en nuestra vocación (monástica).

*** Hoy celebramos también la memoria de San Ignacio de Loyola.

Armand Veilleux