Viernes 2 de agosto de 2024 -- Viernes de la 17ª semana «B

Jer 26,1-9; Mt 13,54-58

Homilía

Alrededor de los treinta años, Jesús dejó su pueblo natal de Nazaret, en Galilea, para ir a Judea. La razón inmediata de ello no se da en el Evangelio. En cualquier caso, en aquella época, como siempre, había un movimiento de gente hacia Jerusalén, la capital, sobre todo desde el interior de Galilea. Jesús se encontraba en Jerusalén justo cuando toda Jerusalén descendía hacia el Jordán, en la región de Jericó, para ser bautizada por Juan. Él mismo fue bautizado y oyó la voz del Padre: «Tú eres mi hijo amado, en quien tengo complacencia». Entonces Juan dijo a sus discípulos: «He aquí el Cordero de Dios». Varios discípulos de Juan se unen a Jesús y éste llama a otros. Después de ayunar durante cuarenta días en el desierto, parte de nuevo hacia Galilea, donde predica y cura a los enfermos, primero en la gran ciudad de Cafarnaún. Finalmente, un día regresó a su pueblo y comenzó a enseñar en la sinagoga. Todo el mundo se sorprendió. Esta sorpresa mostraba claramente que, hasta entonces, nada en la vida de Jesús en Nazaret le había distinguido. Sin duda había celebrado fielmente todas las fiestas del año con sus padres y parientes. Sin duda también había acudido regularmente a la sinagoga local para escuchar las enseñanzas de los doctores de la Ley. Por eso, cuando empezó a predicar y a curar a los enfermos, la gente se preguntaba: «¿De dónde ha sacado esa sabiduría y esos milagros?

La gente de Nazaret creía saberlo todo sobre Jesús porque conocían todos los detalles externos de su vida. Lo conocían como el hijo del carpintero del pueblo, conocían a su madre y a todos los demás miembros de su familia. No podían imaginar que había más en Él de lo que aparentaba. Menos aún podían imaginar que Dios le había confiado una misión especial. Su falta de fe le impidió realizar muchos milagros para ellos, porque los milagros de Jesús consistían generalmente en hacer fructificar la fe de los que se acercaban a él.

¿Qué hay de nosotros mismos y de nuestra actitud hacia aquellos con los que vivimos o nos encontramos? Sabemos mucho de nuestros hermanos y hermanas. Los hemos visto vivir durante mucho tiempo. Conocemos sus cualidades y probablemente aún más sus defectos. Por desgracia, no somos conscientes de todo el potencial de crecimiento que hay en ellos. No vemos su capacidad de conversión. Así que cuando se produce en ellos un crecimiento humano y espiritual, nos decimos: «¿Qué puede estar pasando? -- ¿De dónde ha salido esto? -- Y entonces a menudo no permitimos que se produzca el milagro de la transformación o el crecimiento, o al menos que dé fruto.

En una comunidad, y quizá aún más en una comunidad de clausura, menos bombardeada por las novedades diarias, retenemos fácilmente el recuerdo de cómo eran nuestras hermanas o hermanos hace un año, o hace cinco, o hace diez, y no siempre vemos lo que la gracia ha podido hacer en ellos a lo largo de los años. «¡Ella siempre es así! Ella me hizo esto el día de Pascua, ¡hace cuatro años!...».

Para ser verdadera, la fe en Dios debe ir acompañada de la fe en los demás. Pidamos a Dios que nos permita ver todas las posibilidades de crecimiento que ha depositado en nuestros hermanos y hermanas. Pidámosle tener en ellos la fe que permitirá que se produzcan todos los milagros de conversión y de crecimiento.

Armand VEILLEUX