7 de agosto de 2024 -- Miércoles de la 18ª semana, año par
Homilía
El Evangelio de ayer nos dio un ejemplo de la fe del apóstol Pedro: una fe generosa y débil a la vez. Hoy, la lectura del Evangelio nos da el ejemplo de una fe muy profunda y fuerte en una mujer que no pertenecía al pueblo de Israel. Una fe tan fuerte que no sólo hizo que Jesús "cambiara de opinión", por así decirlo, sino que incluso ella influyó en su ministerio.
Jesús consideraba que había sido enviado a "las ovejas perdidas de la casa de Israel". Quería ser -y lo era- su pastor. Aquella mujer cananea no pertenecía a su rebaño, y por eso se negó a escuchar su oración y a curar a su hija. Incluso le dijo que no estaba bien tomar la comida de los hijos e hijas y dársela a los perros. En aquella frase que parecía tan dura, ella vio una abertura e inmediatamente puso el pie en aquella puerta abierta. Comentó que los perros comen las sobras que caen de la mesa de su amo... En esa notable frase hay que destacar dos palabras. En primer lugar, la palabra griega que utilizó para "perros" es una palabra que significa "perros pequeños", "perros domésticos" que de alguna manera pertenecen a la familia. Y también utilizó la palabra "maestro". Por tanto, afirmó de forma sutil que se consideraba perteneciente a la familia de Dios, y reconoció a Jesús como su " maestro ".
Jesús no sólo escuchó su oración, sino que se sintió tan profundamente conmovido que él mismo cambió. En una relación real entre dos seres humanos, las dos partes implicadas siempre cambian. A través de su diálogo con aquella mujer cananea, Jesús adquirió una nueva luz sobre su propia misión. A partir de ahora no sólo iría a las ovejas perdidas de la casa de Israel, sino también a las "naciones".
¿No es hermoso y tremendo que la oración pueda tener tal poder? Hagamos de nuestra propia oración un diálogo tan personal y convincente con Dios.
Armand Veilleux