12 de agosto de 2024 - Lunes de la 19ª semana "B”
Ezequiel 1:2-5. 24-28; Mateo 17:22-27
Homilía
Hoy comenzamos nuestra lectura del leccionario a partir del Libro del profeta Ezequiel. Ezequiel parece esforzarse por demostrar que la Palabra de Dios le fue pronunciada en un momento muy concreto de la historia de Israel y en un lugar determinado. Fue, dice, en el quinto mes del quinto año del reinado de Joaquín, en la tierra de los caldeos, cerca del río Kebar.
Una de las características de la religión de Israel fue que tomó conciencia de la intervención personal de Dios en su historia en momentos y lugares muy concretos. Lo mismo ocurre con nuestra experiencia religiosa cristiana. Cada gracia, cada encuentro con Dios, se dirige a nosotros en un momento preciso de nuestra historia. Así, todo recuerdo de acontecimientos importantes en nuestra vida personal o comunitaria es el recuerdo de una intervención de Dios en nuestra vida, o de un encuentro con Dios.
Los evangelistas también saben situar los acontecimientos importantes de la vida de Jesús en su contexto. El relato que acabamos de leer, relativo al impuesto que debe pagarse o no al Templo, está, pues, directamente relacionado con el anuncio de la Pasión y la muerte de Jesús, cuya muerte será, de hecho, la destrucción del verdadero Templo.
La curiosa historia del pez capturado con una moneda en la boca no debe considerarse un milagro. Jesús nunca hace milagros ni para impresionar ni para demostrar que tiene razón. El objetivo de este relato es más bien subrayar el hecho de que Jesús es dueño de la naturaleza, aunque quiera pagar el impuesto del Templo por él y por Pedro para no escandalizar a los débiles. Así, Jesús nos enseña a anteponer el bien de los demás a la defensa de nuestros derechos personales.
Sin embargo, hay algo más en esta historia. El diálogo de Jesús con Pedro: "¿A quién exigen impuestos los reyes de este mundo? ¿De sus hijos o de los extraños?" indica que Jesús, con este signo, quiere mostrar que mientras era el Hijo de Dios, dueño de la naturaleza, se hizo a sí mismo un extraño. Este es un tema que se repite con bastante frecuencia en el Evangelio, aunque siempre de forma sutil. El Verbo de Dios llegó como un extraño, sin ser reconocido, al mundo que le era propio. El Hijo del Hombre no tiene dónde apoyar la cabeza. Al dejar a su familia, Jesús adoptó el estilo de vida del predicador itinerante, que es un forastero allá donde va. No es de extrañar, por tanto, que "El Extranjero" sea uno de los títulos de Cristo en toda una sección de la literatura cristiana primitiva.
En Dios no hay extraños, pues todos somos de la familia de Dios; y además todos somos extraños aquí en la tierra, pues nuestro verdadero hogar está arriba. Si mantenemos estos sentimientos en nuestros corazones y los llevamos a nuestras vidas, habremos hecho mucho para restaurar la unidad y el amor en un mundo dividido por el odio y la tensión.
Armand Veilleux