18 de agosto de 2024 - 20º domingo ordinario “B”
Prov. 9, 1-6; Ef. 5, 15-20; Juan 6, 51-58
Homilía
Una de las diferencias entre un banquete y una comida ordinaria es que a un banquete se suele invitar. Normalmente, una persona no va a un banquete sin haber recibido una invitación, y responde a la invitación, aunque no pueda ir. En los Evangelios de los tres últimos domingos, hemos escuchado a Jesús invitándonos a un banquete que ha preparado para nosotros. Hoy, en la primera lectura, escuchamos la invitación de la Sabiduría a venir a un banquete que también ha preparado para nosotros.
Todo esto nos recuerda una verdad fundamental, de la que todos los grandes profetas y místicos eran muy conscientes: a saber, que, en la vida espiritual, en nuestra vida cristiana, todo comienza con una invitación, una llamada, una vocación.
La vida de oración y la experiencia mística no son algo que podamos conseguir con nuestro esfuerzo personal. Es una llamada que viene de más allá de nosotros. Esta llamada puede haber tomado una forma dramática, como en el caso de algunos de los grandes profetas, por ejemplo, Isaías y Jeremías, o en el caso de Pablo, cegado por un rayo de luz en el camino de Damasco. En otros casos es sólo la voz de una suave brisa, como aquella en la que Dios se manifestó a Elías.
La experiencia espiritual cristiana comienza y termina con la experiencia de ser amado y la invitación a amar a cambio. «Amemos -dice San Juan- ya que Él (Dios) nos amó primero». El secreto de la fenomenal energía de un San Pablo, un San Bernardo o una Santa Teresa de Ávila residía en su convicción de ser amados. Lo primero en la vida de un cristiano no es amar, sino recibir amor. Nuestro amor -ya sea por Dios o por los demás- sólo puede ser una respuesta al amor de Dios por nosotros. La condición para ello es la confianza, la fe en la persona que nos ama.
También es importante considerar el contexto en el que se sitúan estas palabras de Jesús en el Evangelio de Juan. Sabemos cómo está construido este Evangelio: una serie de signos, cada uno seguido de un discurso. En el capítulo 6, tenemos el signo de la multiplicación de los panes, tras el cual la multitud quiere coronar a Jesús como rey; luego Jesús camina sobre el lago. Luego vienen los dos discursos sobre el pan de vida, uno de los cuales escuchamos la semana pasada y el otro hoy.
Ante la multitud, que no entendía lo que decía, Jesús declaró finalmente con toda claridad: «Yo soy el pan de vida... La voluntad de mi Padre es que todo el que vea al Hijo y crea en él tenga vida eterna...». La gente murmura... Jesús vuelve a decir: «Yo soy el pan bajado del cielo. El que coma de este pan vivirá para siempre, y el pan que yo daré es mi carne para la vida del mundo»... La palabra «carne», más fuerte que «cuerpo», sitúa toda esta enseñanza en el contexto de la Encarnación. El Hijo de Dios se convirtió en el Hijo del Hombre.
De hecho, todo el contexto de esta enseñanza es el de la fe. El significado original de esta historia era sobre la necesidad de recibir el mensaje de Jesús con fe. Después, en la primera transmisión del Evangelio, el relato se vinculó a la recepción del alimento eucarístico. Este vínculo entre los dos elementos nos invita a reexaminar la forma en que pensamos sobre la celebración de la Eucaristía.
Si acudimos a la Eucaristía diaria del mismo modo que vamos a la gasolinera a repostar nuestro coche, la Eucaristía se convierte en un simple rito en el que pensamos que estamos reponiendo nuestras fuerzas y energías espirituales. Si esta es nuestra actitud, no debería sorprendernos que, tras muchos años de esta práctica, nos encontremos en el mismo punto de nuestro camino espiritual.
Si, por el contrario, nos encontramos con Cristo cada día en una relación de fe, oración contemplativa y caridad activa hacia nuestros hermanos y hermanas, entonces, sí, la Eucaristía será una expresión sacramental de esta fe y este amor, y los alimentará.
Armand Veilleux