1 de septiembre de 2024 - 22º domingo "B”

Dt 4:1-2.6-8; St 1:17-18.21b-22.27; Mc 7:1-8.14-15.21-23

Homilía

          Cada una de las tres lecturas que acabamos de escuchar nos invita a escuchar la Palabra de Dios y a dejar que dé fruto en nosotros.

          En la lectura del libro del Deuteronomio, tenemos una de las primeras versiones del famoso Shema Israel - "Escucha, oh Israel" - "Escucha los mandamientos y decretos que te enseño... Así vivirás y entrarás a poseer la tierra que el Señor te da". En la segunda lectura, el apóstol Santiago nos invita a "acoger humildemente la palabra de Dios sembrada en nosotros", porque es capaz de salvarnos. Y finalmente, en el Evangelio, después de su discusión con los fariseos y escribas sobre los preceptos de la pureza ritual, Jesús se dirige de nuevo a la multitud, diciendo: "Escuchadme todos y entended. -- Siempre está llamada a "escuchar".

          Estas tres lecturas son testigos de tres momentos distintos de la historia de la salvación. La palabra de Dios siempre llega a nosotros en nuestro contexto histórico y geográfico específico. La primera lectura fue en el momento del nacimiento del pueblo judío, y también en el momento del nacimiento de la religión cultual. La época en que los distintos pueblos de la humanidad pasaron del nomadismo al sedentarismo es la época en que nacieron todas las grandes religiones de la humanidad. También es la época en la que aparecieron la filosofía y la contemplación. La agricultura planificada sustituyó la búsqueda constante de alimentos por la caza y la pesca, y el tiempo de ocio se dedicó finalmente a la reflexión, la filosofía y la religión. Todos los cultos desarrollados en esa época eran cultos agrarios que implicaban la ofrenda de los productos de la tierra, de la agricultura y de la ganadería. Pero ya los grandes profetas de Israel nos recuerdan que todos estos ritos no son más que medios para que el ser humano exprese a Dios la actitud de su corazón y que son totalmente vacíos y carentes de sentido si no van acompañados de obras de justicia y caridad.

          El Apóstol Santiago, todavía en la época de la primera generación cristiana, afirma igualmente que todo el comportamiento llamado "religioso" es vacío y, por tanto, nulo, si no se atiende a los necesitados, si no se ayuda a la viuda y al huérfano.

          Jesús, en el Evangelio, recuerda, tanto a la multitud que se acerca a él como a los fariseos y escribas, que la pureza que cuenta ante Dios no es la "pureza ritual" de la que se ocupaban las antiguas religiones, incluida la de Israel, y que trataban de conseguir mediante rituales y prácticas cultuales, sino la pureza del corazón.

          El texto de la Carta de Santiago muestra que ya en la primera generación cristiana, los primeros cristianos corrían el peligro de caer en el formalismo y el ritualismo. Santiago les recuerda que ser cristiano no consiste en cumplir ciertas reglas y rituales, sino en un compromiso de toda la persona con el seguimiento de Cristo, que implica un compromiso con el prójimo.

          Hay una dimensión espiritual en el ser humano que no se puede ignorar. Una cierta forma de religiosidad ligada a un periodo agrario de la civilización -y que se había perpetuado durante varios milenios- fue de alguna manera barrida por el desarrollo de las revoluciones industrial y tecnológica y luego por la llegada de la era de la comunicación y la información. En lugar de lamentarnos por el declive de una forma de "práctica" religiosa, podemos ver esto como un desafío, un desafío para permitir que la novedad del Evangelio se desarrolle más plenamente en nuestros días, que la dimensión espiritual del ser humano se exprese cada vez más plenamente en la autenticidad de la vida cotidiana, especialmente a través de las obras de justicia y del compartir, más que a través de rituales vinculados a otra etapa cultural de la humanidad.

          Ya Jesús había explicado que la pureza de corazón que se manifiesta en todas las facetas de la existencia cotidiana debe sustituir a la pureza ritual de las religiones primitivas, que implicaba una distinción entre lo profano y lo sagrado, y una distinción entre personas puras y... otras. Esta distinción entre lo sagrado y lo profano fue lo que permitió a Israel considerarse superior a todos los demás pueblos. En el Evangelio de hoy se acusa a los seguidores de Jesús de no respetar esta separación entre lo puro y lo impuro. Jesús nos llama a superar esta forma de religiosidad.

          Dejemos que la palabra de Dios penetre en nuestro "hoy" personal y colectivo y nos desafíe a una conversión siempre renovada de nuestro modo de ser.

Armand Veilleux