5 de septiembre de 2024 - Jueves de la 22ª semana par

1 Cor 3,18-23; Lc 5,1-11

Homilía

«Dejándolo todo, le siguieron». Esta última frase nos da evidentemente la clave para comprender el pasaje evangélico que acabamos de escuchar. No podemos apegarnos a Jesús sin desprendernos de todo lo demás. No podemos seguirle sin abandonar todo lo que podría retenernos en otra parte. Lucas, al comienzo de su Evangelio, quiere mostrar cómo los Apóstoles, y Pedro en particular, hicieron esta ruptura radical.

Pero, ¿qué abandonaron exactamente? Mateo, en el texto paralelo, dice: «Dejando allí su barca y a su padre, le siguieron». Marcos añade: «dejando su barca, a su padre y a sus trabajadores». Lucas, cada vez más radical, dice simplemente: «dejándolo todo». Este «todo» significa mucho más que propiedades materiales. En primer lugar, significa una profesión (para los apóstoles, su profesión de pescadores), luego un lugar en la sociedad, un papel que desempeñar. Todo aquello por lo que normalmente se identifica a una persona en la sociedad.

Para los que somos monjes o monjas, cuando entramos en el monasterio dejamos atrás todo lo que teníamos. Podía ser mucho o muy poco. También dejamos a nuestra familia de origen y renunciamos a la idea de formar nuestra propia familia. Y luego, a medida que progresamos en esta vida monástica, nos damos cuenta de que hay otra renuncia más importante y más difícil, una renuncia que siempre hay que repetir; aquella de la que habló el propio Jesús cuando dijo: «El que no renuncia a sí mismo no puede ser mi discípulo». ¿Qué es la abnegación? En primer lugar, significa renunciar a todas las cosas con las que nos identificamos, para ir descubriendo poco a poco nuestra verdadera identidad, el «nombre» que Dios nos ha dado.

La renuncia más costosa, y la que más a menudo se nos escapa sutilmente, es la renuncia a encontrar nuestra identidad en lo que hacemos, en el papel que podamos tener en la sociedad o en la comunidad. Sea cual sea nuestro papel, ya sea el de responsable de un sector importante de la vida comunitaria o el de tercer ayudante del basurero, nuestra tentación es siempre encontrar nuestra importancia e incluso nuestra identidad en lo que hacemos, en los servicios que «generosamente» prestamos a la comunidad.

Dios toma entonces diversos medios para desprendernos de estas falsas identificaciones, para conducirnos a nuestra verdadera identidad. O puede ser simplemente que las exigencias de la vida comunitaria nos obliguen a cambiar de trabajo, o que no tengamos éxito en lo que se nos ha encomendado y tengamos que ser sustituidos, o que la enfermedad nos incapacite para hacer aquello para lo que se nos valoraba, o que la edad nos obligue a dejar uno tras otro los servicios que hemos prestado con gran dedicación y satisfacción. Se trata de un proceso constante y gradual de despojo que dura toda la vida y nunca termina, y que puede asustarnos fácilmente. Porque cuando nos despojamos de todas las cosas con las que nos identificamos, lo único que queda es nuestra identidad, el 'yo' que tenía esas cosas y ya no las tiene, que hacía esas cosas y ya no las hace, que tenía ese título y ya no lo tiene. Lo único que nos queda es el «nombre» que Dios nos dio, el nuevo nombre que recibimos en la orilla del lago cuando dejamos allí nuestra barca. Y entonces Jesús nos dice a cada uno de nosotros, como a Pedro: «No temas, no desmayes».

Armand Veilleux