20 de octubre de 2024 - XXIX Domingo "B"

Is 53, 10-11; Hb 4, 14-16; Mc 10, 35-45

HOMILÍA

Hubo un tiempo en que las funciones públicas en la sociedad se consideraban servicios que ciertas personas estaban llamadas a prestar a la comunidad, a menudo a sus expensas. Hoy las cosas son muy distintas. Los candidatos gastan a menudo enormes sumas de dinero para convencer a la gente de que los elija para esos cargos.

Sin embargo, parece que la naturaleza humana no ha cambiado tanto desde los tiempos de Jesús. En el Evangelio del domingo pasado, vimos que incluso después de que Jesús anunciara su pasión por tercera vez, los discípulos discutían entre ellos sobre quién tendría el cargo más importante en su reino. Esperaban que Jesús restableciera el reino de David en la tierra.

Desde entonces hasta el acontecimiento narrado en el Evangelio de hoy, los discípulos no parecen haber avanzado mucho. Su comprensión ahora parece ser que Dios confiará el juicio y la condena de los gentiles no a un Mesías nacionalista, sino al Hijo del Hombre anunciado por Daniel, y que estará rodeado de otros jueces que también se sentarán en tronos. Cuando el Hijo del Hombre sea entregado a los gentiles, éstos querrán que se les asocie con la venganza divina. Una vez más, Jesús intenta, con gran paciencia, hacerles comprender que el único camino hacia los tronos a los que aspiran es el sufrimiento y el servicio. Él mismo no había venido a reinar, sino a servir. Una vez más, se muestra como el que cumple la profecía del siervo de Yahvé.

En los últimos capítulos de lo que llamamos el Libro de Isaías, encontramos cuatro cantos de otro profeta, cuyo nombre desconocemos y al que se suele llamar el «Segundo Isaías». Estos cantos se llaman los «Cantos del Siervo Sufriente», y fueron escritos en una época en que el pueblo de Israel estaba sometido a la devastación, el hambre, la angustia, la persecución y el exilio. Era imposible para ellos dar sentido a todo aquello. El mensaje del Segundo Isaías es una profecía empapada de lágrimas humanas, mezcladas con una alegría que cura todas las heridas, hace desaparecer todas las cicatrices y hace que todas las generaciones venideras sean capaces de comprender el futuro a pesar de lo absurdo del presente. Nunca ha habido palabras más aptas para traer consuelo en una situación hecha de sufrimiento y lágrimas.

Israel estaba en el exilio y sus hijos eran «como un antílope en una red». Los verdugos habían dicho a Israel: «Inclínate para que pasemos por encima de ti» y él había «puesto su espalda como el suelo y como una calzada para que pasaran por encima». Los exiliados vivían en constante temor «a causa de la furia de sus opresores». Fue entonces cuando apareció la figura del «sanador sufriente», el que eligió atravesar este camino de sufrimiento. Como un cordero llevado al matadero, o una oveja ante los esquiladores, permaneció en silencio y no abrió la boca.

Es a esta figura del siervo sufriente a la que se refiere Jesús cuando dice a sus discípulos: «El Hijo del hombre no ha venido a ser servido, sino a servir, a dar su vida por la redención de muchos». Por tanto, es también en este contexto en el que debemos interpretar la invitación al servicio mutuo. En su descripción de la Última Cena, San Juan ha sustituido el lavatorio de los pies por el relato de la institución de la Eucaristía que se encuentra en los otros Evangelios, para que no haya ninguna ambigüedad sobre este ideal de servicio.

Al continuar esta celebración en memoria del Siervo de Yahvé, preguntémonos cómo podemos ser más fieles a esta invitación, en la realidad concreta de nuestra vida cotidiana.

Armand Veilleux