26 de octubre de 2024 - Sábado de la 29ª semana (años pares)

Ef 4,7-16; Lc 13,1-9

Homelía

Hoy en día ocurren tantos accidentes y catástrofes como los mencionados en la primera parte de este Evangelio, que no creo que nadie se incline a pensar que las víctimas de estos sucesos son pecadores a los que Dios quería castigar. Quizá nos inclinamos más a decir, cuando nos ocurre algo doloroso o grave: « ¿Qué le habré hecho yo a Dios para que me pase esto? Evidentemente, ésta es una forma errónea de imaginar a Dios, para quien el mal no es algo que haya que explicar, sino algo que hay que eliminar. Por eso, cuando le presentaron a un ciego y le preguntaron si había nacido ciego a causa de sus propios pecados o de los de sus padres, Jesús se negó a responder a la pregunta y se contentó con curar al ciego.

La segunda parte del texto evangélico que acabamos de leer nos muestra otro aspecto de la actitud de Dios ante el mal, o al menos ante la ausencia de bien. Dios es paciente, mucho más que nosotros. En nuestros esfuerzos por adquirir tal o cual virtud de la que carecemos -la paciencia, por ejemplo-, tras unos cuantos fracasos llegamos fácilmente a la conclusión de que no lo lograremos y tiramos la toalla. Obviamente, ocurre lo mismo con otras personas. Una vez que las hemos visto mostrar tal o cual aspecto de su carácter durante un tiempo, no podemos verlas de otra manera, y dejamos de ver el progreso apenas perceptible pero real que están haciendo.

Esto es tanto más grave cuanto que Dios ha querido que nuestro propio crecimiento dependa en gran medida no sólo de la confianza que Él tiene en nosotros y de la que nosotros tenemos en nosotros mismos, sino también de la confianza que los demás tienen en nosotros. Él nos ha dado todo el poder para atar y desatar. Cuando decimos de alguien: « así es como es y nunca cambiará », le atamos, congelándole en el momento presente e impidiéndole crecer. Cuando, a pesar de las apariencias negativas, creemos que cada persona es diferente y fundamentalmente mejor que todas sus acciones, la desatamos y le permitimos crecer, no sólo a nuestros ojos, sino a los suyos y a los de Dios.

Cuando nos desanimemos sobre nuestra capacidad de mejorar en este o aquel punto, o sobre la incapacidad de nuestros hermanos y hermanas para hacerlo, ¡démonos -y démosles- otro año, como el viñador de nuestro Evangelio!

Armand VEILLEUX