24 de noviembre de 2024 - Fiesta de Cristo, Rey del Universo,

Dan 7:13-14; Ap 1:5-8; Jn 18:33-37

Homilía

          En 1925, todavía al comienzo de su pontificado, el Papa Pío XI instituyó la fiesta de Cristo Rey del Universo, para combatir las fuerzas destructivas que actuaban en el mundo, que identificaba con el auge del ateísmo y la secularización. Los cristianos han celebrado a Cristo bajo este título cada año desde entonces, pero esto no impidió que las grandes naciones de Europa que se consideraban cristianas emprendieran una guerra asesina entre sí unos años más tarde. Esta fiesta, que a su vez celebramos nosotros, debería ser una oportunidad para centrarnos en el mensaje que nos dejó Jesús, más que en los títulos y conceptos siempre inadecuados que los hombres le han atribuido a lo largo de los tiempos.

          Hacia el final de la vida de Jesús, cuando subía a Jerusalén donde sería ajusticiado, y aunque ya había anunciado su muerte tres veces, la madre de los hijos de Zebedeo, Santiago y Juan, había intervenido ante Jesús para pedir que sus hijos ocuparan lugares destacados en su gabinete cuando fuera rey. Esta fue la ocasión para que Jesús les diera este consejo: "Los gobernantes de los gentiles los tienen bajo su poder y los grandes bajo su dominio. No debe ser así entre vosotros. Al contrario, si alguien quiere ser grande entre vosotros, que sea vuestro servidor" (Mt 20,25-26). (Mt 20:25-26).

          Si quisiéramos liberar a la fiesta de hoy del contexto histórico -más bien defensivo y polémico- en el que fue instituida y darle un título más cercano al espíritu del Nuevo Testamento, podríamos llamarla "Fiesta de Cristo, Siervo Universal".

          En su diálogo con Pilato, que se relata en el pasaje del Evangelio de Juan que acabamos de leer, Jesús se encuentra en una situación que sería cómica si no fuera tan trágica. Por un lado, se encuentra ante un rey paranoico que se pregunta si tiene un adversario que corre el riesgo de destronarlo, y por otro lado, se encuentra ante las autoridades religiosas de su pueblo que no le reconocen ninguna autoridad pero que, para hacerlo morir, alegan que ha querido proclamarse rey.

          Jesús se sitúa admirablemente por encima de todos estos cálculos políticos, aun sabiendo que son estos cálculos políticos los que le harán morir, y da la misma lección que había dado a los hijos de Zebedeo, a su madre y a todos los discípulos: su autoridad es de otro orden.

          "Nací y vine al mundo", dice. Jesús no se coloca como una autoridad por encima del mundo. Se sitúa "en el mundo". Su Padre amó tanto al mundo que envió a su Hijo. Y el Hijo amó tanto al mundo que se encarnó en él y se hizo servidor de todos. Del mismo modo, envió a sus discípulos al mundo para que fueran como la levadura en la masa o la sal en la tierra. No es cristiano odiar, despreciar o condenar al mundo. La única actitud cristiana hacia el mundo es la del servicio, que en algunos casos puede implicar el servicio hasta la muerte.

          Jesús vino, nos dice, "a dar testimonio de la verdad". No dice que haya venido a enseñar la verdad, y menos aún a imponerla. Vino simplemente a dar testimonio de ella. ¿Y qué actitud hacia la verdad espera Él de sus discípulos? Dijo: "Todo el que pertenece a la verdad escucha mi voz".

          No poseemos ni podemos poseer la verdad. Nos posee y lo único que tenemos que hacer es aceptar que le pertenecemos. Siempre es peligroso y a menudo catastrófico pensar que somos dueños de la verdad. La historia nos muestra abundantemente que siempre que la Iglesia ha querido aliarse con los poderosos de este mundo para propagar la verdad que creía "poseer", los resultados han sido dramáticos. Las Cruzadas no eran empresas de evangelización. Tampoco son las cohortes de "nuevos evangelizadores" las que se lanzan a una campaña de conquista del mundo que llevarán a cabo la siempre nueva evangelización que el mundo necesita hoy, como siempre ha necesitado. Lo que Jesús busca son personas que reconozcan humildemente que pertenecen a la verdad y se dejen poseer por ella.  

          Estos, dice Jesús, oyen su voz.

          Escuchemos, hermanos y hermanas, la voz de quien nos llama a servirnos humildemente unos a otros y a todos nuestros hermanos en la humanidad. A través de este servicio, la fe se extenderá como el fuego por el mundo del que formamos parte, calentándolo y purificándolo.

Armand Veilleux