3 de diciembre de 2024 - Martes de la 1ª semana de Adviento

Isaías 11, 1-10; Lucas 10, 21-24

Homilía

El Evangelio que acabamos de leer contiene una serie de puntos de contacto con el Magnificat de la Virgen María, muy interesantes y sumamente reveladores.

Cuando Jesús da gloria a su Padre por haber revelado a los pequeños las cosas ocultas a los sabios, los pequeños de los que habla son sus discípulos. Y éstos no eran niños ingenuos. Eran hombres adultos que conocían los caminos del mundo: Mateo, el recaudador de impuestos, sabía hacer dinero; Judas, el zelote, conocía el arte de la guerra de guerrillas; Pedro, Santiago y Juan eran pescadores que sabían guiar su barca por el lago y echar la red. Lo habían dejado todo para convertirse en discípulos de Jesús. Cuando Jesús les invita - y nos invita a nosotros - a la sencillez de corazón, no nos está invitando a una actitud infantil o a un tipo de espiritualidad infantil. Nos está invitando a una forma muy exigente de pobreza de corazón. Nos invita a seguirle como discípulos y, por tanto, a abandonar todas nuestras fuentes de seguridad, y especialmente nuestra sed de poder, del mismo modo que sus discípulos lo abandonaron todo para seguirle.

La gran característica de los niños es su impotencia. Un niño puede ser, a su manera, tan inteligente, cariñoso, etc. como un adulto. Pero como aún no ha acumulado conocimientos, posesiones materiales y relaciones sociales, es impotente. En cuanto nos hacemos adultos, queremos ejercer poder y control: sobre nuestra propia vida, sobre otras personas, sobre las cosas materiales y, a veces, incluso sobre Dios. Esto es a lo que Jesús nos pide que renunciemos cuando nos pide que seamos como niños pequeños.

Un ejercicio útil de autoconocimiento podría ser examinar las diversas formas en que se expresa nuestro afán de poder en distintos aspectos de nuestra vida, y cómo defendemos ese poder. Contemplemos entonces a nuestro Señor, que no vino como un rey poderoso en su trono, sino como un niño pequeño en un pesebre.

A su luz debemos releer la primera lectura (del libro de Isaías) y ver en ella el mensaje de que Dios quiere una humanidad sin fronteras, sin guerras, sin lobos ni serpientes, sin hombres violentos. Quiere una humanidad marcada por la armonía: armonía entre los hombres y las mujeres, entre los seres humanos y su entorno; una humanidad marcada por la justicia, sin privilegios, sin pobres oprimidos, sin jueces injustos; una humanidad en la que las naciones ya no estarán separadas por las montañas y los barrancos de sus religiones, sus credos políticos, sus sistemas teológicos o filosóficos. En una palabra, la humanidad que el Papa Francisco expresa en su encíclica Laudato sì.

          La profecía de Isaías pinta un cuadro donde el niño pequeño conduce juntos al lobo y al cordero, al leopardo y al cabrito, al ternero y al león joven; donde la vaca y el oso tendrán el mismo pasto, el león comerá con el buey; y donde el niño jugará en el nido de la cobra. Sí, la historia avanza en esta dirección. Y sin embargo, los diarios nos recuerdan que la violencia y la sed de poder y dinero siguen entre nosotros. Tantos crímenes diarios nos recuerdan que no todo el mundo está aún lleno de un espíritu de amor y de paz... ¿Lo estamos?

¿Es esto una utopía? Por supuesto, como la llamada a ser perfectos como nuestro Padre celestial. Una utopía a la que vale la pena dedicar toda nuestra vida. Un ideal y una meta que sólo podemos alcanzar por un camino, el de la conversión. Y eso era lo que el Espíritu del desierto, hablando por boca de Juan, exigía a todos. La conversión radical que los fariseos y saduceos fueron incapaces de alcanzar, nosotros no podemos alcanzarla más que ellos. Necesitamos el bautismo de fuego: es decir, la acción del Espíritu, el viento ardiente del desierto, que consume todas las impurezas y contaminaciones de nuestra vida y de nuestro corazón.

Hoy, hacemos memoria de san Francisco Xavier