La historia, vista con ojos humanos, es casi siempre una pesadilla. Esto es cierto hoy, como lo fue en la época de los profetas del Antiguo Testamento y en la de Jesús. Siempre hay más escándalo, opresión y agresión, más guerra y limpieza étnica de lo que podemos imaginar.
Este relato evangélico, que suele llamarse "Transfiguración", corresponde a un estilo literario llamado apocalíptico. Es un estilo que se encuentra no sólo en el último libro del Nuevo Testamento, que se llama precisamente Apocalipsis, sino también en varios pasajes de los Evangelios. Por eso es muy acertado que el leccionario litúrgico de la fiesta de hoy nos ofrezca como primera lectura una visión del Libro de Daniel, que se sitúa precisamente en esta línea.
El Evangelio de ayer nos dio un ejemplo de la fe del apóstol Pedro: una fe generosa y débil a la vez. Hoy, la lectura del Evangelio nos da el ejemplo de una fe muy profunda y fuerte en una mujer que no pertenecía al pueblo de Israel. Una fe tan fuerte que no sólo hizo que Jesús "cambiara de opinión", por así decirlo, sino que incluso ella influyó en su ministerio.
Todas las llamadas del Nuevo Testamento son llamadas individuales y personales. Jesús no hace llamadas generales a cualquiera que quiera ser su discípulo. Siempre es un "¡Ven, sígueme!" dirigido a una persona concreta. Sin embargo, aquí, inmediatamente después del primer anuncio de su pasión, Jesús enumera algunas de las condiciones que deben cumplir todos aquellos que son llamados y que desean responder a esta llamada.
El elemento central de este Evangelio lo sitúa el evangelista san Mateo entre dos manifestaciones de la atención de Jesús a los hambrientos y a los enfermos. En efecto, nuestro texto comienza con la mención de la multiplicación de los panes y termina con la de las muchedumbres que llevaban a sus enfermos a Jesús para que se curasen incluso con sólo tocar la borla de su vestido.
Pedro, después de ser testigo de las enseñanzas de Jesús y de varias curaciones realizadas por Él, proclama con facilidad en respuesta a la pregunta de Jesús sobre su identidad: "Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo." Pero en cuanto Jesús quiere anunciar su pasión y muerte, Pedro no quiere oír: "¡Dios no lo quiera, Señor! No, ¡esto no te va a pasar!" Probablemente Pedro esté pensando tanto en su propia seguridad como en la de Jesús. Es agradable seguir a un Mesías que hace milagros. Es menos agradable seguir a un profeta condenado a muerte.
Esta multiplicación de los panes, relatada en el Evangelio que acabamos de leer, es el único milagro de Jesús del que dan cuenta los cuatro evangelistas. Esto demuestra la importancia que los primeros cristianos le atribuían. Cada Evangelio quiere mostrar a Jesús, a su manera, como el nuevo Moisés, capaz de alimentar a su pueblo en la soledad y de guiarlo por el desierto, Mateo, en la versión de la historia que acabamos de escuchar, describe explícitamente a Jesús entrando en el desierto, rodeado de una multitud sin comida.